viernes, 29 de abril de 2011

Pinochos de Carne y Hueso

“Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver.” Proverbio judío

El arte de mentir data de tiempos milenarios, de hecho ha sido una de las principales armas políticas de todos los dirigentes, gerentes, padres, esposos, etcétera…..sin embargo, no deja de ser preocupante que semejante arte sea aprendido por nuestros pequeños de hoy en día, con una destreza tal que se ha convertido, en algunos casos, en una manera de conseguir defensa ante cualquier situación apremiante.

Una vez en mi oficina, tuve que recibir a un alumno al cual se le acusaba de haber escrito groserías de alto calibre en el cuaderno de uno de sus compañeros. El acusado aseveraba con fuerza, vigor y seguridad que él nunca se había acercado siquiera a ese cuaderno. El niño era fuerte de carácter y muy seguro de sí mismo, además de contar con un don de orador que sería envidiado por muchos personajes que salen en TV con discursos que se alejan mucho de lo que profesa la Real Academia Española. Escuché con atención la argumentación del estudiante, y casi que con un reflector de alto poder tuve que lanzarle un interrogatorio digno de cualquier jefe mafioso de Sicilia.

Como respuesta a mi violenta interpelación, el infante cometió un error al haber cambiado una pequeña parte de la historia que debió contarme no menos de 20 veces. ¡Ajá! pensó mi cerebro cansado de tanta argumentación. Enseguida le hice ver lo disímil de sus versiones, a lo que el niño respondió de manera desesperada, con lágrimas en los ojos, que se había confundido y que me juraba por Dios y por su madre, la de él no la de Dios, que él no había sido el culpable de tal acción.

Después de tanto ejercicio mental y detectivesco, pensé en ceder, pues estaba seguro de que un chico de esa edad no aguantaría tal interrogatorio sin confesarse culpable. Cuando estaba listo para enviarlo de vuelta a su salón de clases, le lancé sin piedad una advertencia: “por esta vez te creo, pero seguiré investigando y créeme que si descubro que me mientes, va a ser mucho peor”. Fue un momento mágico, en el que el acusado se quedó congelado en el sitio, y luego de unos segundos interminables de reflexión, se sentó de nuevo y me dijo: “sí profesor, fui yo, pero por favor no me castigue”. Me quedé sentado estupefacto, no por el tamaño de las groserías que el estudiante escribió, sino por la capacidad histriónica, seguridad y confianza en sí mismo con la que fue capaz de mentir, mirándome a los ojos, creyéndose él mismo cada palabra que me decía y jurando por su madre y por Dios con un desparpajo exasperante. Sólo he visto tamaño “talento” en actores experimentados y en parejas infieles. No supe qué hacer, sólo atiné a decirle que volviera a su aula y que conversaría con él en otro momento. Días después llamé a sus padres para que, entre todos, tejiéramos estrategias en las que el alumno sintiera en carne propia los beneficios de la verdad en contraposición a los problemas que trae una mentira, además de aplicarle las sanciones de ley por la falta cometida.

No deseo cuestionar el sentimiento de alivio que se produce en el cuerpo cuando una mentira nos saca de algún apuro, todos lo hemos sentido alguna vez, más sin embargo, debemos hacer lo imposible para poner a nuestros futuros adultos en situaciones en las que experimenten también lo liberadora que es la verdad y todo el peso que se quita una persona de encima cuando se nutre de ella.

Si bien Pinocho es un clásico cuento en el que se alecciona a los niños sobre lo malo que es mentir, debo confesar que nunca me gustó esa historia, no por lo mentiroso del protagonista, por las hadas, la ballena u otra fantasía del autor, sino porque me daba mucha lástima con el pobre Geppetto y todo lo que tuvo que vivir por culpa de su hijo de madera.

miércoles, 27 de abril de 2011

............ Más que Mil Palabras


“Los niños necesitan más de modelos que de críticos.” Joseph Joubert

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El tiempo que los padres les dedican a sus hijos es supremamente importante para su desarrollo, ya que los pequeños tienen la oportunidad de compartir, con sus principales modelos de vida, sus problemas, inquietudes, dudas, y pueden escuchar de la boca de sus adultos circundantes más influyentes las soluciones y consejos oportunos para tales preocupaciones. Sin embargo, sería digno de estudio el poder efectivo de ese tiempo prolongado de intercambio verbal en comparación con unos cuantos segundos de acciones bien orientadas y acordes con un correcto proyecto de vida.

Una vez me topé con un niño que tenía la muy mala costumbre de alzar la voz desenfrenadamente al querer expresar cualquier deseo, y aún consciente de su error a temprana edad, el infante exclamaba con gestos de impotencia que no podía evitarlo, que era más fuerte que él. Al comunicarle la situación a sus representantes, el papá me indicaba con un gesto de desdén profundo, que era una soberana exageración de mi parte, puesto que él se tomaba un poco más de 300 minutos semanales para conversar con su hijo sobre ese y otros temas importantes para su desarrollo intelectual y emocional. Dentro de ese amplio tiempo con el que contaba el afortunado niño en compañía de su padre, también se incluían juegos y diversas actividades recreativas que afianzaban los lazos filiales. Cuando escuché tamaña estructura organizativa, digna de emulaciones en grandes corporaciones, en torno al alumno, respiré aliviado pensando que la solución del problema ya estaba cerca y que el niño pronto dejaría esa conducta irregular.

Transcurrieron un par de semanas y el joven en cuestión intensificaba el nivel de sus decibeles al comunicarse verbalmente. Sinceramente, me encontraba desarmado como docente. ¿Cómo, si este impúber cuenta con tanta atención temporal sobre este problema comunicativo y además está consciente de su debilidad, no mejora para nada y más bien pareciera empeorar? Decidí observar a sus padres, sin cronómetro en mano, durante la salida de la escuela, y lo que vi fue absolutamente revelador: mientras el chamo se intentaba montar en el vehículo de su padre de manera abrupta, pues el carro detenía el tráfico, escuché y observé estupefacto como el “señor cronómetro” gritaba al niño con una voz tan fuerte que haría palidecer al finado Luciano Pavarotti. Y no conforme con eso, una vez despertada la euforia del infante por los gritos en ese preciso instante, el organizado y cronometrado progenitor le vociferaba al pre púber “¡te he dicho que no grites, coño!”. Fue un momento que se balanceaba absolutamente entre lo revelador y lo risible.

Después de entender la causa real del problema, procedí a citar al señor para comunicarle mi descubrimiento, pero cuando le solté mi observación, luego de ofenderse, me expresó que no recordaba haber hecho eso. Ahí, justo ahí, entendí que se trataba de un círculo vicioso de gritos que pasaba inconscientemente de generación en generación y que la familia entera necesitaba dejar la cuenta de minutos dedicados al joven y buscar ayuda más especializada para romper dicho círculo vicioso. Le insistí en el tópico, pero desafortunadamente el tiempo dedicado a mí, como el profesor de su hijo, se había terminado intempestiva y convenientemente, por lo que el señor se fue apurado.

Son un sinfín de errores los que cometemos los padres, errores que casi siempre creemos que provienen de aquello que decimos, y resulta que para los pequeños somos modelos a seguir, más por nuestras acciones que por nuestras palabras. Cuando uno le dice “te amo” a uno de nuestros hijos, esas palabras se sienten en cada célula del cuerpo del muchacho cuando vienen aderezadas de un gran abrazo y un beso; si no, serán simples palabras que servirán para alimentar al viento.

Lic. Javier Gómez

lunes, 25 de abril de 2011

Nombres Graciosos para Malos Hábitos Antiguos


“En algunas ocasiones no es nada más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que nosotros llamamos mundo real, y un poco de viento puede abrirla.”Stefan Zweig

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Durante mis prácticas docentes, fueron innumerables las anécdotas y situaciones graciosas que tuve que vivir. Sin embargo, recuerdo una muy especialmente, ya que me hizo reír de manera poco prudente en frente de un profesional renombrado del comportamiento de los niños actuales.

Juro que no fue un ataque de ironía o burla malintencionada, simplemente me pareció hilarante la creatividad contemporánea para crear términos rimbombantes para malos comportamientos infantiles ampliamente conocidos por nuestros abuelos y padres.

El profesional en cuestión y mi persona discutíamos un caso en el que el niño dejó de hablarle a los adultos en general por haber desarrollado un odio rasante contra sus padres debido al hecho de mudarse de país. El infante antes mencionado, proveniente de Argentina, no consiguió mejor manera de protestar por su viaje definitivo a Venezuela, que quitarle el habla a sus padres y luego a cuanta persona cuya cédula de identidad acusara la mayoría de edad. Tan extrema fue la medida del pequeño, que llevaba ya 2 años sin dirigirle la palabra a sus progenitores y/o adultos circundantes. Justo cuando yo esperaba el sabio consejo del famoso experto, el hombre hizo una pausa, digna del momento de clímax en una buena película acompañada de tambores como sonido de fondo, y lanzó el gran nombre: el niño padecía de “Mutismo Selectivo”.

Al escuchar el término, no pude más que soltar una afanosa carcajada ante la mirada atónita del sicopedagogo. Enseguida tuve que darle una explicación de emergencia por mi extraño comportamiento, mientras el tipo me miraba con cara de sicoanalista obsesivo. Luego, en un ataque de seriedad repentino de mi parte, le dije que no tenía el más mínimo interés por saber el fastuoso nombre de su dolencia, ya que mi madre hubiese dicho que el niño era simplemente un necio, y que había que decirle con firmeza y cariño por qué se tomaba la decisión de emigrar, cuáles serían los beneficios para él y la familia y por qué, aunque estuviera en desacuerdo, igual la decisión estaba tomada, hablara o no con los adultos. Con miedo al juicio contra el restringido léxico de mi madre, me limité a escuchar las no menos pomposas recomendaciones que el profesional lanzaba a diestra y siniestra, por lo menos reconociendo que la solución de mi madre, aunque menos adornada, seguramente hubiera sido la más efectiva.

Unos minutos después, cambiamos de caso. Esta vez se trataba de un joven que tenía dificultades serias en quedarse tranquilo y manifestaba una rebeldía enfermiza ante cualquier instrucción. El Doc me ilustraba con un ejemplo sencillo: si al niño se le indica que no debe tocar cierto objeto, sólo por llevar la contraria, lo primero que hará será tocarlo. Una vez más, el señor hizo una pausa similar a la anterior, y como uno de los perros condicionados de Pávlov, ya mi mente esperaba el alarde lingüístico del doctor, y casi inmediatamente luego de la revelación, de nuevo no pude contener la risa: este niño tenía “Hiperactividad con oposicionismo desafiante”.

Le tuve que confesar al burlado hombre que tenía muy poco autocontrol en cuanto a mis gestos, sobre todo cuando el motivo de mis carcajadas provenía de la inutilidad de inventar un término sin haber pensado siquiera en una solución más innovadora que las ya conocidas. Otra vez le expresé que mi madre hubiese dicho que se trataba sencillamente de un chamo jodedor y que el procedimiento sería indicarle dos veces que no se debía tocar el referido objeto, y ante el total desconocimiento de la autoridad, la tercera indicación debía venir aderezada con una palmada vigorosa sobre la mano culpable del pre púber. Al terminar de expresar dicha táctica, el especialista me apuntó, luego de regalarme una cara de sorpresa y descubrimiento, que esa estrategia desembocaría en un estado mental de autocontrol sobre sus emociones reprimidas en el hemisferio inferior- derecho del cerebro, por lo cual dicho estímulo táctil podría resultar efectivo en este caso. Para los que se perdieron a la mitad del comentario, el hombre sólo quiso decir que mi madre es extraordinaria y que, a pesar de su pobreza lingüística, era muy efectiva en sus métodos.

Al final entendí que a los profesionales del comportamiento infantil actuales les hacía muy felices creer que habían descubierto el agua tibia por el sólo hecho de ejecutar ejercicios terminológicos complicados, aún sin haber inventado verdaderas soluciones de avanzada que nos guiaran en cuanto a los problemas conductuales de los niños. Por ello entonces, ¡seguiré aplicando los métodos antiguos, agradeciéndole a mi madre por esa palmada a tiempo!

Lic. Javier Gómez

sábado, 23 de abril de 2011

Padres Entregados a la Circunstancias

“Antes de casarme tenía seis teorías sobre el modo de educar a los niños. Ahora tengo seis hijos y ninguna teoría.”John Wilmot

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Es inocente pensar que toda época anterior era mejor y que el tiempo es el culpable de todos los cambios que experimentamos. Sin embargo, es indudable que nuestros padres mostraban más fuerza, paciencia y ganas de criar que nosotros, los padres actuales. La vida de hoy en día nos roba muchas más energías, todo va más rápido y las tendencias, modas y estilos nos atropellan en pleno tiempo de la información global.

Hace 30 años, una madre o un padre, solteros o no, se dedicaban de cuerpo y alma a ocuparse de la educación y crianza de los hijos, los conocían de cabo y rabo, sabían cuándo mentían, cuándo les preocupaba algo, cuándo iba bien o mal en la escuela, cuándo le gustaba o no la maestra, en fin, eran madres y padres profesionales. No había excusa alguna, nuestros padres nos adivinaban el pensamiento y no dejaban rendija alguna para las dudas o malos entendidos. Y si bien nunca ha habido institución universitaria alguna que permita a los padres aprender a serlo, antes era cuestión más de interés y ganas que de conocimiento.

Hoy en día, los padres deben trabajar cada minuto de su día, y muchos hasta los minutos restantes de la noche, por lo cual una tarea enviada a casa desde la escuela implica dejar sobre el cuaderno del niño la última neurona que queda luego de un largo día de trabajo. Sólo la adrenalina produce un último aliento para enviarle una nota al maestro quejándose por las dos páginas de tarea que el niño, a su tan corta edad, debe desarrollar sin clemencia.

En mi época de niño, las quejas que iban al colegio tenían que ver con lo cortas y poco retadoras que eran las tareas, mi madre quería siempre sacar lo mejor de mí. Hoy la tendencia es a hacer desaparecer la horrorosa pretensión de hacer que un estudiante realice alguna actividad de refuerzo en casa.

Mi madre sabía cuando me había metido en algún lío dentro o fuera de la escuela con sólo verme a la cara, ahora la frase que más debe escuchar un docente es “mi hijo es incapaz de hacer lo que usted dice”, con cara de atónitos incluida, como si el niño en cuestión fuera un total desconocido; y lo peor es que este enunciado es lanzado de manera descarada ante pruebas irrefutables de alguna fechoría cometida. Luego, una vez que el padre o madre ceden ante lo indefendible, se condimenta el comentario anterior con otra línea igual o peor “Y si fue él, entonces hay que averiguar qué o quién lo llevó a eso”, lo cual pareciera dotar de inmunidad al niño frente a su travesura. Después de hacer gala de un sinfín de teorías pedagógicas de moda, intentos de medicamentos que regulan el comportamiento y hasta excusas risibles, llegamos por fin a la conclusión, luego de unas cuantas horas y reuniones, lo que necesita el niño es guía, responsabilidad, asunción de sus errores y herramientas para superarlos, elementos tan ausentes como sus padres.

No es discutible el cansancio o las diferentes motivaciones que tengamos para llegar a la casa, colgar las llaves, darnos un baño, comer y lanzarnos en una cama como una piedra, sin embargo cada momento de la historia exige sacrificios diferentes, y si queremos que haya precisamente alguna historia futura, debemos tener en claro la responsabilidad que asumimos al concebir un hijo, por lo que se hace necesario ayudarlo con la tarea, guiarlo, conocerlo y darle el tiempo y las herramientas que necesita para poder sobrevivir cuando nosotros no estemos.

Lic. Javier Gómez

viernes, 22 de abril de 2011

El Docente Occidental de Hoy


“Es imposible educar niños al por mayor; la escuela no puede ser el sustitutivo de la educación individual.”Alexis Carrel

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La docencia es una de las profesiones que permite, como ninguna otra, la posibilidad de trascender. Trascender, etimológicamente hablando, viene de trans, más allá, y scando, escalar, lo cual significa que una persona trasciende cuando siempre va más allá del límite para hacer que otros simplemente asciendan, como personas, profesionales o en cualquier otro ámbito de la vida.

Cuando alguien se detiene a aconsejar a un amigo acerca de cualquier situación apremiante y logró que esta persona superara su problema, simplemente se alcanzó un ascenso del ayudado y una trascendencia del ayudante. Se trata de una especie de doble nivel que existe en lo más profundo del espíritu, y que sólo sienten aquellos puros de alma que dignamente representan al ser humano antes del fatídico episodio de la manzana en el paraíso terrenal.

¿Quién mejor que un docente para experimentar constantemente el placer de la trascendencia? Un buen docente adopta durante casi 7 horas diarias a un puñado de niños que pretenden ser, en el futuro, unos ciudadanos productivos y de bien para la sociedad. ¡Qué tamaña responsabilidad de trascendencia para una persona! ¡Qué gran acercamiento constante al cielo con cada lección o consejo impartido a cada estudiante! Entonces me pregunto, si esta tarea es tan importante para el ascenso de una sociedad, ¿por qué la docencia es considerada como una profesión de segunda? ¿Por qué el docente es visto como la persona que va a “cuidar” a los niños durante el día mientras el resto de los ciudadanos sí va a realizar labores realmente provechosas y productivas? ¿Por qué una vez un padre puso cara de asco cuando le encomendé convencer a su hijo de que estudiara docencia, ya que le vi talento para ello?

El maestro occidental de hoy en día es un ser desmotivado, no sólo por los pírricos sueldos que la sociedad les ha asignado por “cuidar” a los niños, sino por un amplio círculo vicioso de culpas endilgadas que sólo me hacen recordar el eterno chiste burlón del médico que debe ser responsable por la muerte de un paciente, y pagarlo con el deshonor y la rabia de los familiares, mientras que si el paciente se salva, no fue por su pericia, sino por los favores recibidos por José Gregorio Hernández o cualquier santo de moda. Así como el médico en su área, el profesional de la docencia debe cargar con la culpa de un niño mal educado por sus padres, y ser excluido de la lista de créditos cuando se hace referencia a un alumno que ha superado sus deficiencias y se ha convertido en un ser exitoso. Es ahí cuando el maestro pierde el buen sabor que deja la trascendencia y, además de convertirla en rutina fastidiosa, también llega a ser un gran cúmulo de sinsabores que lo trasforman en una persona amargada y verdaderamente desmotivada.

El profesor también debe enfrentarse, además de todo, con un nuevo estilo de crianza en el que, dentro de un proceso de transposición de roles, debe ser responsable por enseñanzas naturalmente asignadas hacía los padres. Hace un tiempo, en una de mis prácticas docentes, una representante que se dirigía hacia la dirección, tuvo la mala suerte de pasar cerca de uno de los baños de los niños. Cuando sintió el mal olor proveniente de ese sitio, además de arrugar la cara y hacer un gesto de asco profundo, me encontró de frente y, en un ataque desesperado de proactividad a la inversa, no supo más que reclamarme que nosotros los profesores no les enseñamos a los niños a bajar la palanca del inodoro luego de hacer sus necesidades fisiológicas. No tenía un espejo cerca, pero seguramente mi cara tambaleó entre la sorpresa y la ironía, cosa que fue pública y notoria cuando le indiqué que con mucho gusto haríamos una campaña en contra de ese mal hábito, pero que, en mi caso, sirvieron mucho más las enseñanzas, a veces en forma de regaño, de mi madre que cualquier campaña institucional. Yo no tenía problema alguno en trascender al indicarle a un muchacho que debe bajar el inodoro, pero es absolutamente inefectivo que el docente tenga también la carga de las enseñanzas básicas que deberían provenir del hogar.

No es un secreto para nadie que el mundo oriental tiene un sentido de trascendencia mucho mayor al del occidente, y ni hablar de comparaciones en cuanto a desarrollo humano y económico. Lo que sí pudiera ser considerado un secreto, ahora revelado, es que la educación junto con la motivación de sus principales protagonistas, los docentes, ha representado la piedra angular de tal desarrollo. Un Sensei en Japón (SEN: antes y SEI: existencia) no representa para nada la idea que tenemos por estos lares del simple instructor de artes marciales, se trata del MAESTRO, aquella persona que posee el conocimiento previo necesario para que el alumno sea guiado para y durante la vida. Por ello, en las sociedades orientales, un docente no tiene el estigma de ser un habitante de segunda, mal pagado y desmejorado, sino uno de los personajes trascendentales y más importantes para la sociedad y sus ciudadanos.

Lic. Javier Gómez