domingo, 8 de mayo de 2011

Los Hombres No Lloran

“No hay mayor causa de llanto que no poder llorar.” Lucio Anneo Séneca

Es una costumbre muy latinoamericana enseñarle a los niños varones a no demostrar sus sentimientos, sobre todo si estos vienen por el lado de la tristeza y la frustración, emociones por demás muy comunes en niños desde muy temprana edad.

Esta restricción afectiva terrible se le cuelga a los varones como una espada de Damocles que los persigue durante toda su vida, aún a sabiendas de que el llanto es una de las manifestaciones primarias más básicas y humanas, sobre todo en un infante cuya principal fuente de comunicación tiene que ver justamente con expresiones lagrimales acompañadas con gritos y gimoteos que exclaman rabia, hambre, frustración, mal humor, cuando necesita algo o sencillamente cuando no sabe cómo hacerse entender.

Hace algún tiempo tuve una entrevista en la que un padre me expresaba la rabia extrema que le producía el hecho de ver a su hijo llorar como una niña por cada cosa que le pasaba en el colegio, más no en su hogar. Para ser honesto, el señor no estaba alejado de la realidad, en el sentido de que el alumno poseía una sensibilidad extralimitada, al punto que lloraba incluso si algún compañero no le saludaba o si sencillamente algún profesor hacía gestos de firmeza o autoridad. El preocupado y rabioso padre incluso me expresaba su inquietud con respecto a la orientación sexual de su hijo. Yo le explicaba, con términos muy fácilmente digeribles, que era muy aventurado especular con respecto a ese aspecto, ya que un niño desarrolla sus inclinaciones ya más crecido y que no se medía precisamente por cuánto llorara o no. El señor enceguecido por su machismo y hombría, no parecía asimilar mis explicaciones detalladas, él insistía con el tema sexual y yo seguía más bien preocupado por descubrir las motivaciones de este niño para llorar tanto.

Luego de un ejercicio complejo de manejo discursivo, ante tal personaje, pude hacer que el tema desembocara en el meollo del asunto. Comencé a indagar sobre sus relaciones familiares, conflictos internos, la relación con su hijo y sobre todo, la relación del representante con su esposa. Fue en ese preciso instante de conversación sobre su relación matrimonial, cuando el otrora macho vernáculo rompió en llanto al relatarme, sentida y sinceramente, los complicados episodios de detestable convivencia conyugal, y cómo su compañera lo humillaba en frente de sus hijos y lo hacía sentir como una piltrafa.

Hice un esfuerzo importante para no caer en un juego sarcástico de comparaciones en las que la orientación sexual del señor sí debía ser seriamente cuestionada, no sólo por sus ya formadas inclinaciones como adulto, sino por la terminología mujeril que usaba al contarme su infeliz vida de casado. Después de escuchar con atención sus relatos y anécdotas, el adolorido, ofendido y abusado papá me adelantó también que su hijo sufría mucho por esa situación y que él le repetía constantemente que ¡no llorara! que “los hombres no lloran”. Dentro de su profundo conocimiento acerca del comportamiento del “verdadero hombre”, el representante me explicaba que le repetía constantemente esta frase para que se fortaleciera por dentro y no se viera enceguecido por las lágrimas ante una situación dolorosa.

Luego de pedirme disculpas por ese ataque repentino de rabia y sollozos, también me comunicó que generalmente no lo hacía “en público”, como si esto me diera una explicación convincente por su arranque sentimental. No sabía si reír a carcajadas ante tal contradicción o ponerme a llorar con él, lo cierto es que me sentí muy satisfecho de haber descubierto las razones que tenía este niño para ser tan híper sensible: sencillamente desataba sus emociones reprimidas en un sitio donde era libre para hacerlo, su escuela.

No quise inmiscuirme en la vida sentimental de esta pareja, pero sí le pedí al padre que sencillamente permitiera que su hijo expresara su frustración a través del llanto, le insistí en que era lo más terapéutico y sano para ambos, y lo convencí de que no había involucrado elemento alguno de desviación sexual por el hecho de hacerlo.

Nunca saldré de mi asombro al presenciar, con tanta frecuencia, nuestra lucha por ser cada vez menos humanos, sobre todo con el sin número de batallas internas, más productivas, que todavía tenemos pendientes para dirigirnos mejor en nuestras vidas. Un ejemplo fehaciente es el constante enfrentamiento que tenemos los hombres con la expresión de nuestros sentimientos, al buscar retener emociones que nos corroen y nos hacen daño.

Hoy en día digo, con total conocimiento de causa, que cuando niño, yo era mucho más feliz, pues tenía la total libertad para llorar, permitida por mi abuela y madre. Lamentablemente crecí y me dejé atrapar por esta tradición anti sentimental.

Debo confesar que todavía lloro, y con bastante frecuencia, no sólo al ver una película o escuchar una canción, sino cuando me enfrento a circunstancias difíciles y tristes. Lo positivo es que ya no se trata de un llanto infantil, ahora cada lágrima viene acompañada de reflexión, claridad y soluciones. Siempre siento cómo mi alma se purifica y fortalece luego del lamento, lo cual me permite seguir afrontando situaciones difíciles con más fuerza cada día. Sólo trato de no hacerlo en público, tal cual el señor, ya que, a pesar de no compartir esta retrógrada costumbre, debo estar consciente de que, culturalmente, a los hombres nos fue arrebatado el derecho a expresar emociones.

Lic. Javier Gómez

jueves, 5 de mayo de 2011

La Victoria del Débil sobre el Fuerte

“No es tan fiero el león como lo pintan.” George Herbert

Se trata de un comportamiento humano enraizado en nuestro ADN desde la época de las cavernas, el hecho de conseguir a una “especie” fuerte aprovechándose de los más débiles en todos los ámbitos de la vida, en cualquiera de las dos selvas, la natural o la de concreto.

Un niño acosado en la escuela presenta una serie de características muy difíciles de identificar a primera vista, siempre es necesario desempolvar un talento extrasensorial de observación para comprobar fehacientemente que un débil es víctima de acoso. Un niño acosado, habitualmente, le teme a todo, presenta una personalidad introvertida y casi siempre desea estar aislado por presentar pocas herramientas de inserción social. Por su parte, el acosador, generalmente, es uno de los chicos más populares, con mejores dotes sociales y características simpáticas, pero que en el fondo carece de afecto y proviene de familias disfuncionales en cuanto al manejo de conflictos.

Día a día, debo presenciar y actuar en contra de los acosadores de oficio que no aguantan la tentación de molestar a los alumnos más débiles, quienes tienen el “pecado mortal”, corrientemente, de ser buenos estudiantes, atentos, educados y encarrilados en objetivos familiares y académicos muy bien diseñados.

He asistido a muchos foros, charlas, simposios y demás reuniones en los que se barajean un sin número de teorías, posibilidades y soluciones terapéuticas para tratar tanto al acosado como al acosador. Sin embargo, tuve la fortuna de solucionar un caso de acoso escolar sostenido y cruel, luego de haber probado casi todas las estrategias, sin resultados favorables, con un método antiguo, tan antiguo que incluso existía antes de que los términos Bullying o acoso salieran a la palestra.

Resulta que un joven alumno era sistemáticamente molestado por uno de sus compañeros más cercanos del salón. La molestia no consistía solamente en simple violencia, era un desfile de sobrenombres, miradas amenazantes, gestos, escritos con advertencias y demás estrategias intimidantes que hacían mella constante en la psiquis de la victima. El miedo reinaba en su cabeza, el niño ya no quería asistir a clase, pero al mismo tiempo era incapaz de acusar a su compañero, por una mezcla de temor, con honor y al mismo tiempo con la vergüenza riesgosa de ser tildado de sapo, acusoneta, chismoso o cualquier otro calificativo inclemente que terminara de destruir el poco contacto restante con otro ser viviente en el salón de clases.

Luego de un ejercicio de observación obsesivo, pude identificar el problema y sus protagonistas, para enseguida proceder a tomar las medidas dictadas por los especialistas: al acosado se le encomendaron actividades que reforzaran su autoestima, se le brindaron espacios restringidos de seguridad, se le proporcionaron herramientas para su desarrollo social, se le estimuló a hablar sobre el problema y lo que sentía al respecto, se realizaron eternas e infinitas reuniones con ambas familias y se tejieron un sinfín de conclusiones y estrategias … en fin, se hizo todo lo recomendado al pie de la letra. Asimismo, se le aplicó un programa sicopedagógico al acosador para que desarrollara virtudes que le permitieran apreciar la existencia de su prójimo, ayudar a los débiles en vez de perjudicarlos, y un largo etcétera de métodos. Pero, al transcurrir el tiempo, el problema se solapaba por unos días, pero reincidía rápidamente.

Hasta que, en una ocasión, ya preso por la impotencia que me daba el observar cómo este niño seguía siendo acosado ferozmente, a pesar del extenso y bien programado trabajo pedagógico, lancé a la basura todas las teorías, lo llamé a la oficina y le dije, a riesgo de ser acusado ante las leyes por fomentar la violencia, que no siguiera permitiendo este abuso, que por favor, la próxima vez que su compañero lo molestara, lo mirara a los ojos y le estrellara un puñetazo en el medio de la boca, y acto seguido le profiriera un amenaza clara y rasante, que si lo volvía a hacer ¡le iba a ir aún peor! Fue la única vez que vi en el rostro del débil estudiante un halo de valentía y coraje. No había pasado ni una hora cuando los afanados profesores de guardia me trajeron al acosador con la boca ensangrentada por haber sobrepasado, una vez más, el límite del respeto con su compañero. Seguí el procedimiento legal que, paradójicamente, me exigía castigar al niño agresor, pero de igual forma, el ex acosado me agradeció de manera muy sincera y sentida el hecho de haberle dado ese consejo, y hasta dio las gracias por el castigo. Hasta el sol de hoy, la mencionada ex víctima adquirió, después de ese gran e histórico puñetazo, seguridad, confianza y un sentimiento de invencibilidad que le permitió ser valorado en su grupo de compañeros.

Indudablemente, es inmenso el riesgo que, debido al método empleado, corro de ser mal interpretado por lectores especializados en el tema, ya que siempre ha sido una lucha humana muy loable y plausible el hecho de pretender evolucionar nuestras acciones y pensamientos a través de la razón y no de la violencia, con lo cual estoy absoluta y decididamente de acuerdo, sin embargo, nunca me arrepentiré de haber visto en aquel niño esa cara de alivio cuando su calvario se dio por terminado gracias a ese golpe bien asestado en el patio de juegos.

lunes, 2 de mayo de 2011

Cuando Sea Grande Quiero Ser......

“Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida.” Woody Allen

Una de las preocupaciones milenarias del ser humano tiene que ver con no saber qué depara el futuro. Se han creado miles de técnicas, científicas o no, para poder acercarse, siquiera, a adivinar algún evento luego del presente. Pero más allá de algún golpe de suerte o azar, ha sido imposible predecir, hasta ahora, qué nos pasará con exactitud después de cada respiro.

Sin embargo, por más imposible que parezca, el problema es un poco menos complicado de lo que suena, sobre todo en cuanto a qué será de nuestros hijos desde el punto de vista profesional o laboral. Es una inquietud muy antigua de todos los padres el querer saber a qué se dedicarán sus retoños, para que así estos puedan sobrevivir en ese sitio desconocido llamado futuro, al cual, por cierto, sus padres no están invitados.

Desde chico, siempre tuve muchos intereses, bastante bien definidos a temprana edad. Siempre me llamó la atención el sonido armónico proveniente de un piano, guitarra u otro instrumento, además de saber apreciar, de manera innata, las letras y sus significados cuando se combinaban para formar sílabas, luego palabras, oraciones y seguían esa escala ascendente maravillosa hacia grandes escritos que describían mundos fantásticos o reales. Mi primera inspiradora fue mi abuela, quien siempre se dedicó a abrir esa caja de pandora llena de literatura y música.

Cuando ingresé al colegio como alumno regular, comenzó mi confusión. El sistema educativo me fustigó con un montón de conocimientos, útiles e interesantes por demás, pero que desviaron completamente mis motivaciones y ganas de seguir por la senda que mis capacidades me habían trazado. Fui bueno en matemáticas, aunque la aborrecía. Fui bueno en ciencias, aunque nunca me llamó la atención, y paradójicamente, fui regular en lenguaje, idiomas y música porque sencillamente debía ponerle más atención a aquellas materias que más me costaban o para las cuales tenía menos talento. De esta manera, entregué 6 años de confusión vocacional a la primaria.

En bachillerato, la confusión fue aún peor. Aquellos conocimientos “útiles” se intensificaron, al punto de tener que redoblar mis esfuerzos para enfocarme en aquello que no me gustaba, pues corría el riesgo de repetir un año más de tortura con esas nociones desagradables. Incluso, fui miembro exitoso del Club de Física, al cual ingresé por el gusto enceguecido que le tenía a una de sus más destacadas integrantes, la cual nunca, por cierto, me prestó atención. Pero lo más penoso fue regalar otros 5 años más de mi vida a un complejo laberinto de ideas no adaptadas a aquellas motivaciones primarias que se despertaron en mi cuando tenía la fortuna de estar en mi casa aprendiendo lo que de verdad quería ser.

Hubo un momento revelador durante una tardía prueba de orientación vocacional en mi último año de educación secundaria, en el que recordé con nostalgia un juego realizado por mi muy querida maestra de preescolar. Recuerdo perfectamente cuando escribió en su pizarra verde de tiza “Cuando sea grande quiero ser…..” y cada uno de nosotros respondía con determinación lo que deseábamos ser cuando fuéramos “grandes”. Muchos se pasearon por las profesiones de sus padres, otros querían ser bomberos, policías, deportistas, actores de cine…. Mientras que yo, con voz fuerte y decidida, respondí: “Quiero ser músico o escritor”. La nostalgia y tristeza de ese flashback provenían de una pregunta simple pero destructiva: ¿dónde quedó ese músico o escritor, y sobre todo, qué hacía yo respondiendo un test que, según la especialista, me indicaba un talento extraordinario para los números y las operaciones matemáticas, cuando yo estaba tan claro que mi camino debía ser otro desde el principio de mi vida? El sólo pensar en esos once años dedicados a una montaña de desaciertos “exitosos”, me dio una sensación de desasosiego y angustia que iniciaba mi camino a ingresar las engrosadas estadísticas de jóvenes frustrados sin saber qué hacer con su vida.

Afortunadamente, mi siempre presente instinto rebelde me hizo aterrizar en una carrera dedicada a los idiomas y las letras, además de aprender a tocar varios instrumentos. Hoy en día, irónica y contradictoriamente, el destino me lanzó hacia un aula de clase, disfrutando mi trascendencia como miembro de este sistema educativo del cual hablo.

Nuestros niños y jóvenes de hoy se encuentran aún más confundidos, ya que el régimen educativo, cada año, pretende llenar sus cabezas con un mar poco profundo, pero inmenso en conocimientos que sólo crean frustración, confusión y pocas ganas de seguir adelante. En su lugar, deben cobrar importancia suprema aquellas estrategias que buscan inducir a los alumnos, desde muy temprana edad, a descubrir sus talentos, intereses y vocaciones, para así enfilar todas las baterías pedagógicas y académicas a orientar, año a año, a ese niño hacía una carrera u oficio que le permita seguir un camino que le agrade y, por ende, le traiga buenos frutos en su futuro.

No está para nada casado con mis interesas el hecho de adivinar el futuro a través de cartas, palmas de la mano o cualquier otra creencia mágica que me permitiera ver más allá del próximo segundo en la vida de mi única hija. Pero sí estoy seguro de que le regalaré un muy bonito futuro si la aplaudo cada vez que dice querer ser cantante y me regala una linda canción, o si le doy un beso cada vez que me expresa su emoción por los números, rezando para que el sistema educativo actual no la desvíe de su objetivo.

Lic. Javier Gómez

viernes, 29 de abril de 2011

Pinochos de Carne y Hueso

“Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver.” Proverbio judío

El arte de mentir data de tiempos milenarios, de hecho ha sido una de las principales armas políticas de todos los dirigentes, gerentes, padres, esposos, etcétera…..sin embargo, no deja de ser preocupante que semejante arte sea aprendido por nuestros pequeños de hoy en día, con una destreza tal que se ha convertido, en algunos casos, en una manera de conseguir defensa ante cualquier situación apremiante.

Una vez en mi oficina, tuve que recibir a un alumno al cual se le acusaba de haber escrito groserías de alto calibre en el cuaderno de uno de sus compañeros. El acusado aseveraba con fuerza, vigor y seguridad que él nunca se había acercado siquiera a ese cuaderno. El niño era fuerte de carácter y muy seguro de sí mismo, además de contar con un don de orador que sería envidiado por muchos personajes que salen en TV con discursos que se alejan mucho de lo que profesa la Real Academia Española. Escuché con atención la argumentación del estudiante, y casi que con un reflector de alto poder tuve que lanzarle un interrogatorio digno de cualquier jefe mafioso de Sicilia.

Como respuesta a mi violenta interpelación, el infante cometió un error al haber cambiado una pequeña parte de la historia que debió contarme no menos de 20 veces. ¡Ajá! pensó mi cerebro cansado de tanta argumentación. Enseguida le hice ver lo disímil de sus versiones, a lo que el niño respondió de manera desesperada, con lágrimas en los ojos, que se había confundido y que me juraba por Dios y por su madre, la de él no la de Dios, que él no había sido el culpable de tal acción.

Después de tanto ejercicio mental y detectivesco, pensé en ceder, pues estaba seguro de que un chico de esa edad no aguantaría tal interrogatorio sin confesarse culpable. Cuando estaba listo para enviarlo de vuelta a su salón de clases, le lancé sin piedad una advertencia: “por esta vez te creo, pero seguiré investigando y créeme que si descubro que me mientes, va a ser mucho peor”. Fue un momento mágico, en el que el acusado se quedó congelado en el sitio, y luego de unos segundos interminables de reflexión, se sentó de nuevo y me dijo: “sí profesor, fui yo, pero por favor no me castigue”. Me quedé sentado estupefacto, no por el tamaño de las groserías que el estudiante escribió, sino por la capacidad histriónica, seguridad y confianza en sí mismo con la que fue capaz de mentir, mirándome a los ojos, creyéndose él mismo cada palabra que me decía y jurando por su madre y por Dios con un desparpajo exasperante. Sólo he visto tamaño “talento” en actores experimentados y en parejas infieles. No supe qué hacer, sólo atiné a decirle que volviera a su aula y que conversaría con él en otro momento. Días después llamé a sus padres para que, entre todos, tejiéramos estrategias en las que el alumno sintiera en carne propia los beneficios de la verdad en contraposición a los problemas que trae una mentira, además de aplicarle las sanciones de ley por la falta cometida.

No deseo cuestionar el sentimiento de alivio que se produce en el cuerpo cuando una mentira nos saca de algún apuro, todos lo hemos sentido alguna vez, más sin embargo, debemos hacer lo imposible para poner a nuestros futuros adultos en situaciones en las que experimenten también lo liberadora que es la verdad y todo el peso que se quita una persona de encima cuando se nutre de ella.

Si bien Pinocho es un clásico cuento en el que se alecciona a los niños sobre lo malo que es mentir, debo confesar que nunca me gustó esa historia, no por lo mentiroso del protagonista, por las hadas, la ballena u otra fantasía del autor, sino porque me daba mucha lástima con el pobre Geppetto y todo lo que tuvo que vivir por culpa de su hijo de madera.

miércoles, 27 de abril de 2011

............ Más que Mil Palabras


“Los niños necesitan más de modelos que de críticos.” Joseph Joubert

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El tiempo que los padres les dedican a sus hijos es supremamente importante para su desarrollo, ya que los pequeños tienen la oportunidad de compartir, con sus principales modelos de vida, sus problemas, inquietudes, dudas, y pueden escuchar de la boca de sus adultos circundantes más influyentes las soluciones y consejos oportunos para tales preocupaciones. Sin embargo, sería digno de estudio el poder efectivo de ese tiempo prolongado de intercambio verbal en comparación con unos cuantos segundos de acciones bien orientadas y acordes con un correcto proyecto de vida.

Una vez me topé con un niño que tenía la muy mala costumbre de alzar la voz desenfrenadamente al querer expresar cualquier deseo, y aún consciente de su error a temprana edad, el infante exclamaba con gestos de impotencia que no podía evitarlo, que era más fuerte que él. Al comunicarle la situación a sus representantes, el papá me indicaba con un gesto de desdén profundo, que era una soberana exageración de mi parte, puesto que él se tomaba un poco más de 300 minutos semanales para conversar con su hijo sobre ese y otros temas importantes para su desarrollo intelectual y emocional. Dentro de ese amplio tiempo con el que contaba el afortunado niño en compañía de su padre, también se incluían juegos y diversas actividades recreativas que afianzaban los lazos filiales. Cuando escuché tamaña estructura organizativa, digna de emulaciones en grandes corporaciones, en torno al alumno, respiré aliviado pensando que la solución del problema ya estaba cerca y que el niño pronto dejaría esa conducta irregular.

Transcurrieron un par de semanas y el joven en cuestión intensificaba el nivel de sus decibeles al comunicarse verbalmente. Sinceramente, me encontraba desarmado como docente. ¿Cómo, si este impúber cuenta con tanta atención temporal sobre este problema comunicativo y además está consciente de su debilidad, no mejora para nada y más bien pareciera empeorar? Decidí observar a sus padres, sin cronómetro en mano, durante la salida de la escuela, y lo que vi fue absolutamente revelador: mientras el chamo se intentaba montar en el vehículo de su padre de manera abrupta, pues el carro detenía el tráfico, escuché y observé estupefacto como el “señor cronómetro” gritaba al niño con una voz tan fuerte que haría palidecer al finado Luciano Pavarotti. Y no conforme con eso, una vez despertada la euforia del infante por los gritos en ese preciso instante, el organizado y cronometrado progenitor le vociferaba al pre púber “¡te he dicho que no grites, coño!”. Fue un momento que se balanceaba absolutamente entre lo revelador y lo risible.

Después de entender la causa real del problema, procedí a citar al señor para comunicarle mi descubrimiento, pero cuando le solté mi observación, luego de ofenderse, me expresó que no recordaba haber hecho eso. Ahí, justo ahí, entendí que se trataba de un círculo vicioso de gritos que pasaba inconscientemente de generación en generación y que la familia entera necesitaba dejar la cuenta de minutos dedicados al joven y buscar ayuda más especializada para romper dicho círculo vicioso. Le insistí en el tópico, pero desafortunadamente el tiempo dedicado a mí, como el profesor de su hijo, se había terminado intempestiva y convenientemente, por lo que el señor se fue apurado.

Son un sinfín de errores los que cometemos los padres, errores que casi siempre creemos que provienen de aquello que decimos, y resulta que para los pequeños somos modelos a seguir, más por nuestras acciones que por nuestras palabras. Cuando uno le dice “te amo” a uno de nuestros hijos, esas palabras se sienten en cada célula del cuerpo del muchacho cuando vienen aderezadas de un gran abrazo y un beso; si no, serán simples palabras que servirán para alimentar al viento.

Lic. Javier Gómez