jueves, 5 de mayo de 2011

La Victoria del Débil sobre el Fuerte

“No es tan fiero el león como lo pintan.” George Herbert

Se trata de un comportamiento humano enraizado en nuestro ADN desde la época de las cavernas, el hecho de conseguir a una “especie” fuerte aprovechándose de los más débiles en todos los ámbitos de la vida, en cualquiera de las dos selvas, la natural o la de concreto.

Un niño acosado en la escuela presenta una serie de características muy difíciles de identificar a primera vista, siempre es necesario desempolvar un talento extrasensorial de observación para comprobar fehacientemente que un débil es víctima de acoso. Un niño acosado, habitualmente, le teme a todo, presenta una personalidad introvertida y casi siempre desea estar aislado por presentar pocas herramientas de inserción social. Por su parte, el acosador, generalmente, es uno de los chicos más populares, con mejores dotes sociales y características simpáticas, pero que en el fondo carece de afecto y proviene de familias disfuncionales en cuanto al manejo de conflictos.

Día a día, debo presenciar y actuar en contra de los acosadores de oficio que no aguantan la tentación de molestar a los alumnos más débiles, quienes tienen el “pecado mortal”, corrientemente, de ser buenos estudiantes, atentos, educados y encarrilados en objetivos familiares y académicos muy bien diseñados.

He asistido a muchos foros, charlas, simposios y demás reuniones en los que se barajean un sin número de teorías, posibilidades y soluciones terapéuticas para tratar tanto al acosado como al acosador. Sin embargo, tuve la fortuna de solucionar un caso de acoso escolar sostenido y cruel, luego de haber probado casi todas las estrategias, sin resultados favorables, con un método antiguo, tan antiguo que incluso existía antes de que los términos Bullying o acoso salieran a la palestra.

Resulta que un joven alumno era sistemáticamente molestado por uno de sus compañeros más cercanos del salón. La molestia no consistía solamente en simple violencia, era un desfile de sobrenombres, miradas amenazantes, gestos, escritos con advertencias y demás estrategias intimidantes que hacían mella constante en la psiquis de la victima. El miedo reinaba en su cabeza, el niño ya no quería asistir a clase, pero al mismo tiempo era incapaz de acusar a su compañero, por una mezcla de temor, con honor y al mismo tiempo con la vergüenza riesgosa de ser tildado de sapo, acusoneta, chismoso o cualquier otro calificativo inclemente que terminara de destruir el poco contacto restante con otro ser viviente en el salón de clases.

Luego de un ejercicio de observación obsesivo, pude identificar el problema y sus protagonistas, para enseguida proceder a tomar las medidas dictadas por los especialistas: al acosado se le encomendaron actividades que reforzaran su autoestima, se le brindaron espacios restringidos de seguridad, se le proporcionaron herramientas para su desarrollo social, se le estimuló a hablar sobre el problema y lo que sentía al respecto, se realizaron eternas e infinitas reuniones con ambas familias y se tejieron un sinfín de conclusiones y estrategias … en fin, se hizo todo lo recomendado al pie de la letra. Asimismo, se le aplicó un programa sicopedagógico al acosador para que desarrollara virtudes que le permitieran apreciar la existencia de su prójimo, ayudar a los débiles en vez de perjudicarlos, y un largo etcétera de métodos. Pero, al transcurrir el tiempo, el problema se solapaba por unos días, pero reincidía rápidamente.

Hasta que, en una ocasión, ya preso por la impotencia que me daba el observar cómo este niño seguía siendo acosado ferozmente, a pesar del extenso y bien programado trabajo pedagógico, lancé a la basura todas las teorías, lo llamé a la oficina y le dije, a riesgo de ser acusado ante las leyes por fomentar la violencia, que no siguiera permitiendo este abuso, que por favor, la próxima vez que su compañero lo molestara, lo mirara a los ojos y le estrellara un puñetazo en el medio de la boca, y acto seguido le profiriera un amenaza clara y rasante, que si lo volvía a hacer ¡le iba a ir aún peor! Fue la única vez que vi en el rostro del débil estudiante un halo de valentía y coraje. No había pasado ni una hora cuando los afanados profesores de guardia me trajeron al acosador con la boca ensangrentada por haber sobrepasado, una vez más, el límite del respeto con su compañero. Seguí el procedimiento legal que, paradójicamente, me exigía castigar al niño agresor, pero de igual forma, el ex acosado me agradeció de manera muy sincera y sentida el hecho de haberle dado ese consejo, y hasta dio las gracias por el castigo. Hasta el sol de hoy, la mencionada ex víctima adquirió, después de ese gran e histórico puñetazo, seguridad, confianza y un sentimiento de invencibilidad que le permitió ser valorado en su grupo de compañeros.

Indudablemente, es inmenso el riesgo que, debido al método empleado, corro de ser mal interpretado por lectores especializados en el tema, ya que siempre ha sido una lucha humana muy loable y plausible el hecho de pretender evolucionar nuestras acciones y pensamientos a través de la razón y no de la violencia, con lo cual estoy absoluta y decididamente de acuerdo, sin embargo, nunca me arrepentiré de haber visto en aquel niño esa cara de alivio cuando su calvario se dio por terminado gracias a ese golpe bien asestado en el patio de juegos.

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